La vocación y el precio de entregarse a los demás
¿Qué significa realmente trabajar por vocación? Pensemos en aquellos que eligen profesiones que no solo demandan esfuerzo, sino que, en muchos casos, los enfrentan a situaciones complejas y riesgosas. Un profesor o profesora en una escuela pública, el médico o la médica que deciden dedicarse a un CESFAM o un hospital público, el trabajador o trabajadora social que acompaña a comunidades vulnerables. Estos profesionales podrían optar por espacios más seguros o mejor remunerados, pero su elección revela algo más profundo: una entrega que va más allá del simple deber laboral.
La vocación, en su esencia, implica una conexión emocional y moral con la tarea que se realiza. Es sentir que el trabajo que haces, aunque difícil, es necesario. Es asumir los riesgos, no porque no haya otra opción, sino porque sientes que es lo correcto.
¿Y cómo es posible que quienes se dedican a enseñar, sanar o acompañar a los demás deban enfrentarse a la violencia o la indiferencia? Un ejemplo triste es la situación que tienen los funcionarios de hospital San Borja Arriarán para evitar que sus funcionarios sigan trabajando con aguas servidas que caen de las paredes, e incluso, que entren en las piezas de sus pacientes más graves. (https://bit.ly/4eLSxyG)
Este tipo de trabajos nos enseñan algo fundamental sobre la vinculación con el medio. No siempre se trata de cumplir con normativas o metas institucionales, sino de cómo nos relacionamos con la sociedad y las personas que forman parte de ella. La vocación es, en muchos sentidos, la vinculación más profunda que podemos tener con nuestro entorno.
Vocación en tiempos de precariedad: una mirada desde la educación pública
Durante mis primeros 18 años de ejercicio profesional, me dediqué a trabajar en programas que hoy podríamos clasificar como de «vinculación con el Medio». Sin embargo, en esa época, no había esas denominaciones, ni tantas formalidades o normativas que definieran estas iniciativas. Su origen era mucho más simple y directo: aportar a ciertos sectores sociales, sin más expectativa que hacer la diferencia. Mi ámbito era la educación escolar pública, donde fuimos capaces de generar experiencias maravillosas que todavía extraño profundamente, porque estando ahí realmente sentía que hacíamos la diferencia.
Uno de los programas enseñaba a los profesores a utilizar el diario en papel como recurso pedagógico, en el 1998 cuando no existía internet; otro hacía lo mismo, pero reemplazaba el diario por cartas de estrategia. También creamos proyectos donde la radio, el periodismo o, incluso, la biología sintética se convertían en herramientas educativas. Cualquier proceso que permitiera a los docentes apropiarse de materiales accesibles y convertirlos en recursos más atractivos para sus clases, era bienvenido. Y todo esto lo hacíamos con muy pocos recursos, pero con una gran dosis de creatividad.
En estas experiencias conocí a tantos profesores comprometidos. Sin apenas recursos, pero con una motivación inmensa para hacer las cosas de manera diferente, para brindar oportunidades de aprendizaje que iban más allá de lo que la educación formal podía ofrecer. En aquellos tiempos se les llamaba «alumnos», y estos programas eran completamente voluntarios. Los profesores que participaban lo hacían porque querían, porque creían en el valor de estas iniciativas extracurriculares que podían darles a sus estudiantes algo más, algo que el sistema tradicional no proporcionaba.
Sin embargo, al escarbar un poco más, era evidente la precariedad en la que trabajaban. No solo faltaban materiales, sino que, muchas veces, para que estos proyectos fueran posibles, los profesores tenían que poner de su propio tiempo y dinero. Y eso, para mí, siempre fue una muestra clara de vocación.
En esa época, muchos de ellos habían entrado a la profesión no por convicción, sino porque el puntaje les alcanzaba para estudiar pedagogía. Pero, dentro de todo ese universo de profesores/as aquellos que se inscribían en nuestros programas, que eran voluntarios y gratuitos, lo hacían motivados, sacrificando su tiempo personal que nadie les reconocía después, pero con una convicción genuina para potenciar oportunidades para sus estudiantes.
Era más trabajo, más horas, más esfuerzo… pero lo hacían porque sentían que era lo correcto. Y ahí, comprendí lo que era la vocación.
Y esta misma vocación no se limita a la educación. Es algo que encontramos en tantos profesionales que trabajan en sistemas públicos, y también en algunos privados. Personas que, día tras día, luchan contra la precariedad para enfrentar desafíos sociales que parecen imposibles. Porque la necesidad es enorme y los recursos son tan limitados. Sin embargo, siguen adelante, impulsados por una fuerza que va más allá del deber: la vocación.
Vocación y la conexión real con la realidad social
Y aquí es donde hago un guiño a la Vinculación con el Medio, porque es una oportunidad invaluable para preparar a nuestros estudiantes a ser parte de esa realidad que muchas veces es invisible desde el aula.
Felipe Berríos, en su libro Para amar y servir. 100 reflexiones, abordaba este tema de manera muy profunda. Decía:
«Cuántos universitarios hay que son como los patos.
Los patos tienen una glándula sebácea que les proporciona aceite que esparcen con su pico por todo el cuerpo. Esto les permite sumergirse varios metros bajo el agua y no mojarse las plumas, pues por el aceite, el agua es incapaz de penetrarlas. Cuántos universitarios hay que son como los patos; están “aceitados”, van a construir viviendas, se meten en campamentos muy pobres, conviven con la pobreza, palpan la injusticia, pero… “nunca les penetra el agua”, nunca “se mojan”. El miedo a cambiar los mantiene secos. Coleccionan experiencias, pero éstas nunca los cuestionan, nunca les toca su vida, su manera de pensar, sus intereses. Llegaron secos, se sumergieron y se fueron tal como llegaron. ¡Nunca han sido jóvenes”!
Este pasaje me lleva a reflexionar sobre lo que verdaderamente significa la vocación y el compromiso en tiempos donde las experiencias de Vinculación con el Medio se han convertido en un requisito institucional. ¿Cuántos estudiantes pasan por estos programas sin dejar que la experiencia realmente los transforme? Tal como menciona Berríos, muchos «coleccionan experiencias», pero no permiten que esas vivencias los cuestionen profundamente, que les cambien la forma de ver el mundo.
La VcM debería ser más que una casilla que se marca para cumplir con los requisitos de acreditación. Debería ser una oportunidad para que los estudiantes se «mojen», para que realmente se involucren con las comunidades, con los problemas sociales, y con las injusticias que, lamentablemente, siguen siendo parte de nuestra realidad. Este es el espacio donde la vocación puede florecer, donde el encuentro con la realidad se convierte en un catalizador para el cambio personal y social.
Lo que hacemos como docentes y facilitadores en estos programas no es solo guiarlos por una serie de actividades o experiencias, sino crear las condiciones para que se enfrenten a la realidad con ojos nuevos, y que se permitan cuestionar sus creencias, sus intereses y su manera de vivir. Solo así, la vinculación con el medio puede cumplir su verdadero propósito: formar profesionales comprometidos no solo con su profesión, sino con la sociedad que los rodea.
La vocación, entonces, no es algo que se enseña o se impone. Se cultiva, y se despierta en el momento en que dejamos de ser «patos», cuando permitimos que el agua de la realidad nos toque y nos transforme.
Un homenaje a los que se mojaron: estudiantes que hoy enfrentan la realidad con compromiso
Hoy quiero rendir homenaje a aquellos estudiantes que, a lo largo de los años, no se quedaron secos como los «patos» de los que hablaba Felipe Berríos. Esos jóvenes y profesionales hoy que, lejos de ser indiferentes, dejaron que las experiencias los penetraran, que las vivencias los transformaran y les dieran un sentido profundo de vocación y compromiso con su entorno. Hoy, esos estudiantes son profesionales que han decidido enfrentar la realidad de frente, con todas sus dificultades y desafíos.
Este homenaje es para aquellos que no tomaron el camino fácil. Profesores que hoy reciben golpes en sus salas de clases, médicos y médicas que enfrentan balazos en los CESFAM, trabajadores sociales que día tras día se adentran en comunidades vulnerables, sabiendo que lo que les espera no es comodidad, sino necesidad. Son personas que no solo estudiaron para obtener un título, sino que decidieron que su vocación sería su guía, incluso en los momentos más difíciles.
Ellos no son patos; no se cubrieron de aceite para que el agua de la realidad nunca los tocara. Al contrario, se sumergieron en lo más profundo de las injusticias, las carencias y las desigualdades, y decidieron que ese sería su camino. Sabían que la verdadera transformación no viene de observar desde afuera, sino de involucrarse hasta lo más hondo, de sentir en carne propia lo que significa luchar por una educación mejor, por una salud más digna, por una sociedad más justa.
Hoy, en un contexto donde la violencia ha invadido espacios que antes considerábamos seguros, como las aulas y los centros de salud, quiero reconocer a estos profesionales. A aquellos que, a pesar de las dificultades, siguen creyendo en el poder transformador de su trabajo. Aquellos que, a pesar de los golpes, las amenazas y el riesgo constante, siguen adelante con la convicción de que su vocación es mucho más fuerte que cualquier adversidad.
Este es un reconocimiento a los que se «mojaron», a los que dejaron que las realidades de sus estudiantes, pacientes y comunidades los tocara de verdad. Porque sin ellos, el tejido social estaría aún más desgarrado. Porque su compromiso, su vocación, y su entrega nos recuerdan que aún en tiempos de violencia, siempre habrá quienes luchen por un mundo mejor.